domingo, 17 de noviembre de 2013

A propósito de las Reformas Constitucionales

A propósito del tema de las Reformas Constitucionales, traemos a ustedes las conclusiones de una ponencia titulada "Evolución política y reforma constitucional", presentada en la "IJornada de Derecho Constitucional: La Reforma Constitucional" celebrado en  el Paraninfo de la Universidad Nacional de Nicaragua (UNAN) de León, los días 24 y 25 de agosto del 2005 y Publicado en la Revista de Derecho, No. 10. Universidad Centroamericana, (UCA), Facultad de Ciencias Jurídicas, 2005.

Aunque hace referencia a datos del siglo XIX, es bueno revisar la Historia, para ver como los nicaragüense siempre estamos girando alrededor de lo mismo como un ciclo que se repite cada vez y cuando.

Leamos cuando concluye lo que dice textualmente la ponencia "Evolución Política y Reforma Constitucional.

Conclusiones:

Si la historia es “maestra de la vida”, este breve recorrido por la historia de Nicaragua debe 
traernos algunas enseñanzas. Lo primero que se nos ocurre es pensar en la constatación de la poca independencia existente entre los poderes del Estado, y de la subordinación del 
legislativo al ejecutivo, en varias ocasiones. Tal acontecimiento no puede convertirse, 
recurriendo a nuestra “idiosincrasia”, en una especie de ley, casi inmutable, como algunos 
interesados abogan. Esto supondría, por principio, renunciar a un verdadero estado de derecho y a vivir condenados a revitalizar un Estado donde todavía, en la práctica, prevalezca algo similar a aquello de que “El Estado soy yo”. 

Hemos constatado también que algunos de los militares se convirtieron, en momentos 
determinados, en la máxima autoridad, aunque no les correspondía ese honor. Ellos se situaron por encima de los poderes del Estado. Un ejemplo lo vimos en la actitud de Trinidad Muñoz, quien en nombre de sus intereses impidió que se promulgase la constitución de 1848. Antes de él, ya había habido otros modelos de autoritarismo militar y, después de él, algunos generales llegaron a ser presidentes de la República, lo que incrementó más su poder y, con ello, la subordinación de algunos otros poderes del Estado. 

Los intereses creados de algunos grupos o partidos llevaron también a éstos a aceptar o 
rechazar la constitución, teniendo por primera vez la amarga experiencia de estar vigentes 
simultáneamente dos constituciones. Esta triste realidad, ya repetida, la hemos tenido que 
vivir, en 1995. Y, como si la experiencia hubiera sido positiva, en este momento hemos vuelto a las andadas y estamos sufriendo nuevamente este mal, el que, si no le ponemos remedio, se puede convertir en endémico. Los grupos de poder, considerándose dueños de la nación, pueden crear una crisis para sacar sus propios beneficios, cuando, “en nombre de la paz y de la gobernabilidad”, se decidan a firmar un acuerdo político, capaz de legalizar lo que debería legalizar y legitimar por sí sola la constitución, sin necesidad de que la instrumentalicen. Es inmoral justificar determinadas acciones, aduciendo capacidad de poner remedio a un mal, cuando, pudiéndolo haber evitado, se dedicaron a sembrar la enfermedad. 

Aunque los pactos en ocasiones pueden ser positivos, muchos de la historia de Nicaragua han tenido efectos negativos. El que se firmó “secretamente” en 1938 tuvo como consecuencia que Somoza se consolidara en el poder por más de diez años seguidos, con la acumulación cada vez mayor de un poder económico, político y militar, y con el consiguiente crecimiento del servilismo, que se originó en torno al Hombre de turno, al que los demás poderes acabaron rindiendo pleitesía. Este primer pacto desencadenó otros, como el de los Generales de 1950, 
en donde solamente dos personas decidieron por toda la nación, aunque ésta fuera considerada oficialmente una “República”. Esta es otra enseñanza que no debemos olvidar y que, por desgracia, o la gente no la conoce o nos estamos acostumbrando a tropezar en la misma piedra, con toda normalidad. Por lo general, los pactos de caudillos siempre han resultado más beneficiosos para ellos o sus grupos que para la propia nación, a no ser que los identifiquemos con ella, lo cual sería una aberración. Esta costumbre, que se va casi convirtiendo en una norma en los últimos 60 años, no se puede defender abogando, de nuevo, que así es “nuestra idiosincrasia”. En semejantes casos, el pueblo siempre ha resultado ser un sujeto paciente y no un sujeto agente de su propia historia. 

Y para finalizar, queremos hacer constancia, de algo no expresado arriba, pero que se puede deducir de lo expuesto. La verdad histórica de Nicaragua nos enseña que casi siempre que ha habido violación a la constitución en materia electoral, o cuando se ha querido reformar la misma para tener acceso “constitucional” – aunque el espíritu de la constitución fuera el de la no reelección-, casi siempre se ha desembocado en rebeliones, sublevaciones, altercados y, en el peor de los casos, en guerra abierta, como la civil de 1854, con la elección de Fruto Chamorro; como el levantamiento de los conservadores contra Roberto Sacasa o el de los propios liberales en 1896, contra la pretendida reelección de Zelaya, sólo por poner algunos ejemplos. Este mal endémico, como enfermedad crónica por el poder, merece curarse de raíz, y sólo se curará cuando los políticos, respetando el estado de derecho, y controlando su ansia de poder, no se “identifiquen” con la nación y se consideren simples “ciudadanos” al servicio de la patria. Los gobernantes están en función de la patria y no la patria en función de los gobernantes, afirmación que puede significar un principio básico de decencia política. 

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